martes, 5 de julio de 2016

LA DISIPACIÓN




Es domingo y Pupé se dio el lujo de dormir un poco más, que para eso está la misa de 11.
Se afeita ahora frente al espejo del botiquín mientras afina la voz: Cordero de Dios
que quitas el pecado del mundo
ten piedad de nosotros.
Sorpresivamente Oropélida golpea la puerta del baño despacio, muy despacio, casi sin fuerza, como cuando algo terrible ocurre y una pesadumbre infinita amenaza con desmayarla:
Pupé, se murió el gato.
Pupé frunce la cara en una única mueca infantil, sacude la cabeza y comienza a llorar dando gritos agudos:
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
Y Oropélida condescendiente:
Por eso ruego
a Santa María siempre Virgen
a los ángeles y a vosotros hermanos
que intercedáis  por mí ante Dios nuestro Señor.

Testigo de tanta desdicha no pude hacer nada por evitar las reglas de una naturaleza salvaje.

Un sueño premonitorio me despierta cuando Pupé se levantaba para hacer pis.
Soñaba que le decía: Oh, Pupé, Pupé, todos tus animales están muertos.
Mirá, muere tu toro y yo lo ayudo en su último estertor. Lo tengo de las patas panza arriba y se desliza de mis manos mientras mira con ojos lánguidos y finalmente muere.
Después, salgo a la vereda y el mono se  acerca con sus ojos tan tristes, tan peludo; quiere decirme algo, me lo dice y cae. Me despierto. Escucho a Pupé haciendo pis mientras el gato minúsculo le da un zarpazo al canario que está en el balcón. El canario quedó igual que Oropélida cuando está en peligro. Fue así que el gato minúsculo levantó con su patita la puerta de la jaula y devoró al canario espasmódico sin que Pupé lo advirtiera gracias a su natural distracción.
Antes de volver a la cama un rato más, Pupé acarició al gato que por la hora le pareció que estaba muy agitado y, por las dudas, lo encerró en el cajón de la mesa de luz.
Ahora lo observo a Pupé en la puerta del baño arrodillado relamiendo sus lágrimas  mezcladas con la crema de afeitar. El sabor fija fuertemente el dolor como un castigo merecido. Patalea. Se golpea el pecho. Escupe. Nada en olas de espuma y amenaza con  jugar a que se ahoga.
Oropélida abandona el color gris. Y mientras se va convirtiendo en dinosaurio los huesos se acomodan de tal modo que, donde le tendría que haber quedado el vientre hay un cuadrado por el que pasa la luz que viene del ventanal. Me entrego a la tentación y atravieso el cuerpo de Oropélida y me quedo aquí, en su no-vientre, suspendida en el aire, en esta deleitosa mitad, dando vueltas como en un spiedo. Advierto que mis brazos toman un color verde escamoso y una consistencia esponjosa y decido regresar.

Cordero de Dios
que quitas el pecado del mundo
danos la paz.

Estoy de pie al lado de Pupé que ya no llora y que no distingue en Oropélida a un dinosaurio feo y verde sino a una Eva Mitocondrial.

Felices los invitados al Banquete Celestial.


***


Pupé ingresa al salón con un maletín pesado. Está sorprendido. Y cuando está impresionado se sonroja, agita la cabeza como si negara y hay alguna persona a la que no puede reconocer o conocer o alguna situación que ni siquiera puede considerar.
Pronuncia alguna palabra inaudible. Y cuando está inquieto se cruza de brazos, echa la cabeza hacia un lado, se toma el mentón con la mano izquierda, y entre la primera y la tercera palabra debe absorber un hilito de su baba que se dejó escurrir:

¿Pupé-abeja
o araña-Pupé?

 Abejaraña: con la lengua teje una celda y no puede salir. Está fatigado. Se equivocó de oficina y terminó en una clase de expresión corporal. Pupé derrotado deja ver la puntita de su lengua una y otra vez, como una ranita o pollito muertos. A veces se muerde y le duele.
Él está en el centro del salón y observa mustio a las bailarinas que lo desnudan y lo hacen rebotar en una cama elástica mientras comienzan una coreografía a su alrededor tremolando coloridas corbatas. Él no puede decir que no, es todo un caballero. Reparte sonrisas nerviosas;  mofletes colorados delatan su deseo de agradarle a todas.
De repente las corbatas se rebelan y amenazan con hacerlo momia. Está pasmado y todo su cuerpo se sacude en una convulsión incontrolable.

Sin duda, nada de todo esto fue planificado por él.

Comienza a salivar, saca la lengua como un aguijón y punza a toda persona o cosa que se le cruza. Se desplaza por el salón y una tela se va construyendo, como unas nervaduras gigantescas y traslúcidas para dividir, no se sabe si para su propia protección o la de todos.


***


Cuando era joven
Oropélida
no pensaba nada.
Con una lamparita
la madre le iluminaba
tanto el cerebro
que le era imposible
ver

sus propias ideas.

El padre
no le dirigía
la palabra.


***

De viaje a Playa Girón nos bajamos del auto a cosechar naranjas. Una multitud de naranjos anárquicos observa los cuerpos de los visitantes columpiándose en el tironeo sin saber cuál es el próximo fruto.

Oropélida se destripa de la risa y da vueltas como un cítrico por los campos especulares.


***


Pupé se engloba
y Oropélida
me mira

(yo mutis)

Oropélida
mira a Pupé
se pincha
el globo
(yo mutis)

Oropélida llora
yo
la consuelo.

Sus lágrimas
tienen gusto
a limón
y un olor
seco.


***

Pupé tiene principios
pero no prioridades.
Todas son prioridades.
Cada prioridad
es un principio.


***

Oropélida
sos una piedra
que se aleja
cuesta abajo
negra.


Tus gestos se endurecen
tu rostro se contrae
tanto como una palta

y parece que vas
con cierta prisa
hacia una dirección
desconocida

flameando de tu cuello
tules
en todas las gamas
del verde.

***

Viajamos con Oropélida a Morteletes, ciudad a la que nunca debiéramos haber venido. Las barrancas atesoran unos hoyos profundos y delgados. Desde acá arriba diviso una ciénaga. Oropélida salta velozmente de una hondonada a otra como un animal joven. Se ríe. Y desde adentro de algún foso me dice: Quiero ser la madre-topo, quiero ser la madre-topo. Le digo: Salí de ahí,  mamá-Oropélida. Se ríe. Desentierra la mitad de la cabeza de un hoyo, los ojos inmensos, se vuelve a esconder.
Me pregunto seriamente por qué  habrá tomado esa actitud. Miro la ciénaga... el ventarrón me apalea y provoca una honda desolación. Bajo a caminar por la playa. El lodo me espanta. Un hombre rubio, de unos ojos celestes diabólicos, me alza en sus brazos. No dice nada. Y yo tampoco. Tiene el pelo descuidado y la cara poceada. Trota dentro de la ciénaga sin ninguna dificultad. Vamos y venimos. A pesar de esta corrida enloquecedora logro fijar la vista,  allá en lo alto, en las barrancas.
Ella no sólo se mete en los baches naturales sino que los cava. Sale y entra erecta. Y se ramifica de color verde.


***


Una madrugada,  mientras transitábamos una ruta cordobesa, Pupé y Oropélida convocaron a un gran genio mono. El genio era piadoso y se entretenía con nosotros. Blandía torpemente en el aire, con sus zarpas enmarañadas, el cochecito en el que íbamos.
Concedía
todo lo que le era pedido.
Aunque Pupé estaba realmente asustado, como es muy respetuoso, no decía nada y se le caían los párpados cuando el genio lo escudriñaba.
En cambio Oropélida no paraba de mendigar incluso en otros idiomas. Se había puesto un bonete y sus extremidades se enredaron con sus propias palabras, transfigurándose en una araña verde letal pero graciosa.
Así proseguimos durante días en ese vaivén y yo no hacía más que vomitar.
Gracias al genio conseguimos disfrutar de un Citroën azul, uno rojo y uno amarillo.
Hasta que un día comenzó a llover y Oropélida a requerir en sueños, debajo de su baba transparente, autos y más autos.
El genio, que era alérgico y sensible, se deprimió y como ya no podía comprometerse salió galopando bajo la lluvia y en un arroyuelo cordobés se suicidó.


***

Santo
Pupé
llora
como
una
aguaviva.


***

Que nada nos mire.
Que nada nos vea.
Que nada nos toque.

Que nada nos mire.
Que nada nos vea.
Que nada nos toque.

Que nada nos mire.
Que nada nos vea.
Que nada nos toque.

Que las cabezas de los vecinos caigan.
Que los vecinos no tengan cabeza.
Que las cabezas de todos los vecinos se
sienten a la mesa.
Que todas las cabezas se amen y ha-
blen de mí.
Que sólo coman dulce de naranjas
amargo
 y un ají
picante.


***

Un día Oropélida dispuso tirar la casa por la ventana. Varios vecinos sucumbieron bajo el peso de las cacerolas. Y cuando lanzó el lavarropas se derribó un pino sobre una casa. El barrio fue declarado en emergencia. Oropélida se salvó de ir a la cárcel alegando problemas psicológicos pero nunca escarmentó. Nadie se explica por qué en días de luna llena aparece en la vereda un trapito rejilla nuevo. 
Espié una noche a Oropélida inmersa en su rito:

se perfuma despiadadamente
desnuda, sale al balcón
mira sin mirar
tira algo propio o ajeno
(si es querido mejor)
cierra los ojos para no sentir vértigo
y se ratifica que
ningún acto de amor
es posible.



***


Pupé está furioso.
Con Oropélida nos disfrazamos de brujas y pretendemos avanzar colgadas de una soga pero un vendaval de fantasmas que aúllan nos hace retroceder. Mi respiración es, aún, más espectral y entrecortada y a Oropélida oscura le salió una aguja del corazón.
Pupé yace desorbitado, la cabeza echada a un costado, la punta de la lengua afuera, todo
colorado. Deglutió un huevo frito y se tomó un fernet.
Lo único que se le escucha balbucear es un ruido contenido:
mmm
Sería bueno que se pudiese derretir.
Pero no. Los pelos blancos que le brotan, y que su camiseta no llega a cubrir, se congelaron.
Está cada vez
más durito. Pero no puedo hacerle upa y acomodarlo
en el sillón de mimbre.

Oropélida, no te pongas lánguida… hay que esperar que la vellosidad se cristalice y hacerlo
polvo.


***

En todas las fotos Gran Sol Espantapájaros contempla en el horizonte los movimientos tribales de Lunar Azul.
Pupé y Oropélida se regocijan y estrujan mientras toman una cervecita sumergidos en cantimpalo, papas fritas y parvas de quesos olorosos y admiran a Lunar Azul que entra y sale de la casa y del televisor.
Por un momento se asustan, se les cae un hilito de baba y una lágrima pero cuando Lunar Azul desaparece vuelven a carcajear, a hacerse cosquillas y a abarrotar el comedor de pororó. 


***


Cada noche iluminada
Lunar Azul cose
su tela
perfecta, blanca
resaltan
sus ocho
patas

tiemblan
y se desprende
una lágrima

de la Luna.


***


Somos
dos láminas transparentes.

Volamos.

Con Gran Sol Espantapájaros
vamos

a la panadería.


***

Pasa el lechero.
Deja la leche para
la mamá de Pupé.

Un montón
de piernas
corren:

abiertas, gordas
verdes a buscar
la leche.

Me quedo parada
detrás de la reja
por unos segundos

inmóvil.


***


La hermana
de Oropélida
sonríe.

Es una
virgencita
de cera.

Muy felina.


***


Un día  decidieron anotarse en un curso de magia.
Se compraron  valijas de mago enormes, negras, con estrellitas.
Nadie entiende lo que hacen cuando avanzan arrastrando el terrible peso de los juegos de magia.
Se paran en la esquina y con una tiza van haciendo marcas: cruces o círculos.
A veces van hasta la plaza y las palomas se entusiasman.
Parece que van a dar un espectáculo… pero no, hacen una marca
y enseguida regresan a la cuadra para recorrerla en circular.
Da mucha pena que a Oropélida le duelan tanto los pies y la
espalda y que a Pupé le suba la presión.

Pero ellos son así: esforzados y mágicos.


***


A Pupé le tiembla el mentón desde chico. Desde que iba al  arroyo a pescar ranas y a pensar.
Una vez lo vi, con cara de asustado,  mirando a Don Ponciano que cruzaba el arroyo y repetía ese extraño rezo… con la canasta de huevos y el rosario encima.

Para que no se rompan.


***


Es el terrible mediodía y Oropélida pone a hervir unas salchichas. Tanto que revientan en el jarrito. Mientras me va contando (lo mismo de siempre) que ella dio a luz, completamente anestesiada, a un monstruo sin párpados.
Comemos panchos y nos sentamos a ver María.


***

Cuando era muy pequeña a Oropélida la internaron en una escuela de monjas.
Una noche se disfrazó de monja para no tener que soportar la tortura del arroz. Y fue increíble verla, así, pequeña, conversando con la madre superiora y las demás monjas y que ninguna se diera cuenta.

Otro día se disfrazó de arroz y fue blanca y fue pura y no tuvo que soportar 
ver, tocar,

sus rodillas laceradas. 


***

La Peti antes de morir pesaba 16 kilos. Era un pan en medio de la cama. Sin embargo,  yo la veía hundirse cada vez más en el colchón.
Pelaba las papas como nadie. Daba
lecciones de vida. Ella hacía pollo con papas y ponía en el centro de la mesa una gelatina muy dulce. Con frutas. Parecía una fuente de cristales. Era muy compacta y no podías verte reflejado.
Cuando se murió la Peti tuvieron que ponerle
cemento en la boca
para que cediera su expresión de dolor.

Bajo la cabeza pero espío de costado a Pupé y a Oropélida,
hipan.
(Peti, no quiero ver tu ojo entreabierto. Los ojos entreabiertos de los muertos siempre
me impresionaron.)


***

Una vez estuve internada. Me iban a operar de apendicitis. Y Pupé y Oropélida estuvieron
al pie del cañón.
Nunca voy a olvidar esa semana y el bebé que compartía conmigo la habitación: lloraba, se ponía azul y le crecía la cabeza. El dolor comenzó a ceder y estuve siete días en observación. Fue hermoso. Me daban de comer y muchos médicos venían a tocarme la panza.
A Pupé se le cayó el labio.
Y Oropélida creció en la silla
como una piedra.


***´

La luz horada un hoyo azul en el médano.
Pupé y yo estamos iluminados y flotamos.
Él me habla, hace círculos en la arena.
El mundo se da vueltas y el cielo está

en la tierra.


***

Allá están otra vez.
Los encuentro ahora en el Jardín de las Delicias. Los ombligos de los tres están bien predispuestos para el relato.
El humo no es el de la vieja máquina fotográfica sino la huella de las bolas ardientes que como fardos pasaron al amanecer. Muy temprano Pupé anheló que pisoteara la escarcha junto con él mientras su corazón caía levemente al pasto astillado como las ocho patas de una araña recién aplastada.
Pero no fue así.
No.
Ahora soy para Pupé y Oropélida un fantasma, una brisa que les rememora y los encuentra en esa mueca propia, incomprensible. Soy  fardo, bola ardiente, espejo y apagón.


***


Pupé está afuera y Oropélida adentro. Ella encañona a Pupé detrás del gran ventanal. Parada, con las manos agarradas atrás, el mentón hacia arriba, su nuca se contrae, se pone dura como el metal y cobra vida como una cucaracha hospitalaria. La mandíbula de Oropélida se desencaja, le crece, abandona su lugar y da unas vueltas hasta el techo, muerde el aire y se alimenta de mariposas ciegas y polillas mortuorias. Dos serpientes blancas, marmóreas y estilizadas, salen de sus ojos y perforan una de las ventanas hacia el Jardín de las Delicias.  Pupé persevera sosegado en la reposera.  


***


Decido aparecer: Superselva. Mientras converso con Pupé hago como que no veo que retroceden las serpientes. Oropélida emerge de la casa y avanza hacia nosotros con el puño derecho cerrado, que a veces entreabre mientras se rasca la palma con el índice izquierdo.

Superselva: Dum da da da                    
                  dum da da da.
Pupé: ¿Vamos a la pileta o        
          no vamos?
Superselva: No, yo no voy.
Oropélida: Andá vos con él.
Pupé: ¿Después venís?
Superselva: No, yo me quedo.
Pupé: Bueno, voy sólo.


***


Las mujeres en el campo tienen todas la misma cara y crecen al borde de la pileta como girasoles. Pupé, que no sabe nadar ni tirarse de cabeza, salta al agua parado y rebota como una bola. Y ahí se viene el primer salpicón. Las cabezas de las mujeres giran y se retuercen. Se distinguen unas de otras por la forma de los hombros: perchas de diferentes tamaños, bellas, bondadosas y receptivas como una autopista. Tanto que de lejos el turista puede ver una hilera de cochecitos verdes, amarillos, naranjas, rojos, azules, circulando. Una invasión de moscas nos corta la respiración y confundimos las patitas de los insectos sobre la piel con las caricias necesarias.
Pupé está solo en el medio de la pileta, panza abajo, flotando. Algunos chicos se acercan corriendo en zigzag con un bidón blanco, opaco y vierten orgullosos un poderoso ácido. Pupé se hace pupa y se comienza a derretir. Una mancha negra, voluminosa, monstruosa y mercurial toma consistencia. Pero como la malla no se funde, Pupé es una mancha con malla. Se yergue violentamente del agua y escupe una lluvia de brillantina ácida. Las cabezas de los girasoles ya estaban casi por las nubes cuando los hombres, unos desconcertados por el sabor del mate, y sintiendo que  alguien o algo les orinaba en las orejas, atravesaron el campo para defender a sus mujeres. Los hombres en el campo tienen todos la misma cara: son vikingos graciosamente permanentados y se los distingue por el sonido de unas campanitas que cuelgan de sus cinturones de castidad. Corrieron rápidamente definiendo un radio, como si todos fueran parte de la rueda de una misma bicicleta.  Cada uno se prendió a su girasol. Subieron por los tallos hasta la mitad y tiraron hacia abajo para atrás. Los girasoles se curvaron: ¿perderían sus raíces?, ¿evitarían los esposos las heridas profundas de una gota humeante? La cuestión es que los hombres se amarraban fuertemente a los tallos evocando aquello de “agarrarse a la pollera” y tal vez,  sin comprender que cada uno se agarra como puede en la vida a su girasol, empezaron a subir y a bajar. Daban un salto, tocaban la tierra y volvían a impulsarse para subir junto con el tallo. Comenzaron a jugar con lo que más querían en la vida y se miraban entre ellos y se decían cosas soeces o simplemente desubicadas.  Lo más suave que uno gritó fue: mirá cómo me lanzo al espacio desde acá, mirá hasta donde me lleva mi mujer. El humo del ácido provocó una tormenta, la pileta comenzó a limpiarse y Pupé a tomar su tamaño normal. Las mujeres se sonreían –vaya a saber de qué cosas– cuando Pupé salió de la pileta. Pasó inadvertido por la suave y perfumada refracción del sol. Pupé era un resplandor con la cabeza un poco vencida, un poco hacia el costado derecho, la puntita de la lengua afuera, profundamente impresionado por la escena vivida.

Dum da da da, dum da da da.  

Oropélida lo esperaba en el Jardín de las Delicias con el mate preparado. Los dos se disponían a criticar a la vecindad. El sol había bajado completamente. Y las personas deprimidas en el campo tenían todas la misma cara.  


***

Hago círculos
con el trapo húmedo. Recorro
estos manchones opacos,
busco nuevos
territorios sobre esta
mesa fofa y fea en la que ya
no me reflejo.
Voy de manchón en manchón,
de raya en raya. Cada vez
más enérgicamente. La humedad
desaparece y también
mi imagen.

Los erizos brillantes quedan

suspendidos en el aire

y no sé por qué
sueño con esta mesa
de fórmica naranja
que Pupé y Oropélida
regalaron
como tantas otras cosas.


Selva Dipasquale, La Disipación, Editorial Recovecos, Córdoba, 2012.



Las leyes salvajes Contratapa: Carlos Chernov


La disipación es el quinto libro de la poeta Selva Dipasquale (Buenos Aires, 1968). Sus  obras anteriores son Teoría de la Ubicación en el Espacio (1994), Camaleón (1998), Paraselene (2005) y Meditaciones en el bosque (2007). En este último poemario la autora  ya  presentaba su visión particular de la naturaleza,  esa construcción (un paisaje lo es, después de todo) en la que el que medita hurga para saber quién es, y, precisamente, disipar emociones.

 “Testigo de tanta desdicha no pude hacer nada por evitar las reglas de una naturaleza salvaje”, se lee apenas iniciada, entonces, La Disipación, cuando muere una mascota. La voz de Dipasquale se declara  testigo, quizás vicio metódico de la meditadora, cuyo ideal es observar. Pero apenas las páginas dejan entrever el mundo de Pupé y Oropélida, personajes errantes en este libro, uno comienza a sospechar que tarde o temprano la testigo dejará de serlo, que sucumbirá a la tentación de mezclarse con esos seres y con su entorno. La testigo sueña con ellos, presta imágenes a su realidad y así es como esa impotencia declarada inicialmente se disipa al avanzar en el texto. Ya adentrado el lector en ese paisaje que tiene “un poco de naturaleza y un poco de extrañeza” (la cita pertenece al serbio Danilo Kis) descubre que la testigo se dice Superselva. Y al hallarla así, con la repetición de ese en el nombre, una doble sonoridad que la deja  ligada a la tradición de las superheroínas,  confirma la clave: la testigo no cumple un mero acto de presencia. Ella tiene una habilidad, su supernombre la legitima. Ella transita el mundo de los protagonistas como “un fantasma, una brisa que les rememora y los encuentra en esa mueca propia, incomprensible”, según sus propias palabras.

Superselva es testigo de la desdicha en Pupé y Oropélida. Nada puede hacer para evitar las reglas de una naturaleza salvaje, dice. Pero lejos de permanecer impávida, lo intenta de principio a fin.
La luna “cose/su tela/perfecta, blanca”, dicen unos versos del libro. Ante el rigor de esa ley todavía parece tener sentido ir en busca de  la magia, preservarse mediante los signos. En ese deseo de ser más que testigo, de aliarse en cada pase de magia, escribe: “con la canasta de huevos y el rosario encima. Para que no se rompan.”

La magia, el humor, son formas de salida, caminos paralelos al de las reglas demostradas. “Pasó inadvertido por la suave y perfumada refracción del sol”, dice acerca de Pupé. Pupé pasa revestido en algo, pero en realidad es la ley óptica la que sigue su curso, su infalible dirección, mientras Pupé avanza en una que desorienta.

Él mismo parece no saber de qué está hecho, disiparse en su identidad. “Sin dudas, nada de esto fue planificado por él”,  escribe y  da la sensación de apiadarse, la narradora. Es que  Pupé es un tanto ingenuo de las interacciones que operan en su seno. Y a veces más que un inocente alegre luce como un ser privado en sus posibilidades: se lo muestra condenado o reducido a la materia concreta, e, igual que ella, predestinado en sus cambios de estado. “Sería bueno que se pudiese derretir. Pero no” se lee sobre Pupé. Y también: “Hay que esperar que la vellosidad se cristalice y hacerlo polvo.” O en otro pasaje: “Una mancha negra, voluminosa, monstruosa y mercurial toma consistencia. Pero como la malla no se funde, Pupé es una mancha con malla.”
Pupé se topa con límites tangibles, sus mutaciones  son siempre a medio camino, presentan un misterio. ¿Hacia dónde se desvían esos movimientos moleculares que parecen no haber hallado cauce? ¿Habrá un deseo de fraguar?¿ Es mejor disiparse o resistir desde esos coágulos donde la materia quiere apretarse?
La materia, precisamente, es el ejemplo más devastador de reinvención. Oropélida, el personaje que en el nombre ya lleva el estigma de la apariencia, basa en ella, justamente en la apariencia, su reinvención. Como si fuera paciente de una enfermedad extraña que sintomatizara en  las formas más diversas y menos pensadas, desconcierta con sus signos clínicos.

 Oropélida , en sus transformaciones,  abarca la insólita escala de posibilidades que va desde  un dinosaurio a una Eva Mitocondrial. Amparada en esa amplitud puede manar con la explosividad de un cítrico, o valerse de una fruta así para añejar una pena hasta agriarse (“sus lágrimas/tienen  gusto/a limón”, dice uno de los poemas). También puede adquirir la consistencia de una palta sólo para acusar que es posible secarse hasta que de la propia pulpa no quede más que piedra.
Oropélida no se da tregua: se disfraza de monja, de arroz. A ella las reglas de la naturaleza salvaje parecen invitarla a que, ya que no puede contra ellas, se les una: “Ella no sólo se mete en los baches naturales sino que los cava. Sale y entra erecta. Y se ramifica de color  verde.”
¿Ramificarse es la treta, otra forma de mirar el árbol inevitable de la disipación? Oropélida no se detiene en este libro a pensar en ello. Tira las cosas de la casa por la ventana, sacude lo inanimado para que sus leyes se manifiesten. En actos de ese estilo conquista para siempre la simpatía de Superselva, que se deja llevar.

¿Entonces Pupé no supo aprovechar sus oportunidades? Pupé logró sentirse abeja, araña, y llorar como una aguaviva. Luchó por sobrevivir como el mundo de La disipación mandaba. Pero la poeta escribe: “Oropélida/ mira a Pupé” y “se pincha/ el globo”. Como si se diera una suerte de selección natural, una mirada más fuerte que otra deshace el experimento, sopla y la fantasía se pulveriza.
No hay espacio para todas las formas, podría ser una de esas leyes salvajes y vigentes, tan naturales que no podemos darnos el lujo de contemplar. Hay que perfeccionar una habilidad mientras nos disipamos; para lograr, entre roces y empujones de la materia, coexistir. O resignarnos en nuestra expresión mínima, equivalente a estos versos del libro: “que nada nos vea/ que nada nos mire/ que nada nos toque”, intentando conservar lo que de todos modos no será igual: aquella energía original e intacta.


Reseña del libro por Laura Pratto:

http://www.bazaramericano.com/resenas.php?cod=297&pdf=si



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